lunes, 14 de mayo de 2012

GRACIAS MANIZALES



Por la cresta de la montaña transita Manizales. La 23 hierve en el frío del domingo 13 de mayo -fecha de la recordada canción de la virgen María que  bajó de los cielos a Cova de Iría- mientras las madres se pasean celebrando el día famoso en el que los almacenes le recuerdan a su parentela que hay que comprarles algo.
En las esquinas confluyen los saltimbanquis que danzan a la salida de la misa a la espera de unas monedas, los vendedores de prensa que hoy no pueden vender los periódicos de Medellín pues un derrumbe sepultó la carretera llevándose varias vidas, los vendedores de discos y videos piratas que sin pudor nos saludan y nos piden autógrafos, mientras exhiben una obra del Águila Descalza que nosotros no hemos creado, un ingenioso engaño para vender la versión fraudulenta de La patria boba, anunciada con la imagen fotográfica de No vuelvo a beber, la obra que hasta ayer presentamos en el teatro Fundadores, parodiada con el título No vuelvo a salir del país, inventado por el personaje callejero que se toma fotos con Carlos Mario, haciendo un receso a su exitosa jornada de ventas donde la música de plancha ha batido records.
Hay oferta para todas las madres. Ropa de variados estilos y precios, almuerzos listos para llevar, filas en los restaurantes chinos, en las pollerías que varían su nombre con la terminación del cacareo del gallo: Kikiriki, Kiskiriki, Kiskirico, todo con ki para anunciar con leves variaciones en la marca; el muslo, el contramuslo, el ala, la pechuga y el consomé que irán a la fiesta de miles de madres en esta tarde fría. Una lechona con su bozal de papel de aluminio se exhibe en la vitrina como alternativa para el almuerzo del festejo.
El nevado y su fumarola no se ven entre la niebla y las nubes negras. Don Uriel nos da un paseo imaginario en su corcel enano, el mismo donde los niños se toman una de las últimas fotos que aún se someten al proceso de revelado químico, antes de que el mundo digital y la fotografía de los celulares exilien de su oficio a este habitante del domingo en la plaza de Bolívar.
Un gallinazo ensaya a volar sobre la escultura bolivariana de Arenas Betancur, imitando la pose del guerrero que desafía las leyes del equilibrio con su postura magnífica y el aleteo del ave solo nos queda como un recuerdo fugaz en la mirada, sin que el dedo alcance a obturar la imagen en la cámara para dar cuenta de ese momento irrepetible.
A paso lento siguen caminando las familias alrededor de la plaza Bolívar y el parque Caldas. Compiten los micrófonos de narradores de fantasías del ahorro con la música de los almacenes de electrodomésticos, cuyos empleados pasan el guayabo con canciones de despecho.
La arquitectura de una ciudad que creció a finales del siglo XIX y principios del XX con solidez y buen gusto, ostenta sus fachadas coloniales, republicanas y estilo Art Deco que ennoblecen el paisaje del lomo de las montañas, conviviendo con las nuevas construcciones que rompen la unidad con su desproporcionada altura y la ecléctica fusión de una modernidad que ignoró la belleza de sus antiguos vecinos.
Entre palacios y palacetes, queda en Manizales el resto de una vida que ya empieza a desaparecer: un vestigio pueblerino persevera en la profusión de almacenes de amplias vitrinas y altos techos que identifican un estilo y desafían con sus mostradores arcaicos la monótona uniformidad de los centros comerciales donde nadie sabe en qué ciudad se encuentra.
En Manizales quedan unos cuantos cafés tradicionales como la Cigarra y el Osiris, instituciones octogenarias donde es posible encontrarse con señores de otra época que departen por turnos entre las seis de la mañana y las diez de la noche, intercambiando historias, anécdotas de la tierra, aventuras pasionales, hablando de negocios, litigios, cosas de hombres, tonterías, el clima, el empleo, el desempleo, nada y mucho a la vez.
Chepe te embetuna por mil pesos las botas que quedan como nuevas, mejor aún; brillantes, casi acharoladas. Su audición se perdió con un tiro que no le quitó las ganas de salir todos los días a perseguir botas empolvadas, zapatos con peladura en la punta, vejestorios que pasan a mejor vida después de tres tandas de untura de betún y frotada con cepillo, un trapo grueso, otro ligero y sus manos expertas danzando por el cuero para reunir las monedas con las que le da tregua al año que falta para que su mujer, aseadora del Palacio de Justicia, se jubile y lo acompañe a reunirse con su hija en Medellín.
Gloria Nancy camina entre las hileras de mesas del café que pronto desaparecerá por disposición de la ley que impide que frente a los Palacios de Justicia existan negocios como este inofensivo café tradicional. Su billetera escondida entre las tiras del brasier, tendrá que buscar otras monedas para obtener el sustento que desde hace 6 años consigue con su alegría entre los clientes, gente decente, gente buena como dice ella, los que le cuentan sus historias y se sienten acompañados con su presencia. Ayer dijo: No vuelvo a beber, parodiando con su promesa el título de nuestra obra de teatro. Hoy se está tomando una cerveza mientras afirma que uno no puede volver a decir mentiras.
Manizales nos acogió con lleno completo en las 4 funciones realizadas en los Fundadores. La cifra de asistencia es estremecedora: un equivalente al 1% de la población total de la ciudad en solo tres días resulta emocionante. La ovación, la alegría del público, la calidez que derrite la nieve del Ruíz con el estrépito del aplauso, nos conmueven hasta el llanto.
Cada familia que nos detiene en mitad de la calle para dejarnos en su álbum familiar, cada vendedor de prensa, cada lotero, cada señor que se baja de su carro atravesándose en la vía, esa niña que se sabe las obras de memoria, los chicos que nos descubren a la salida de la escuela, los jóvenes que nos aúpan con su gesto cómplice, las señoras de edad que se apoyan en su caminador para sonreír para la foto, los dependientes de los almacenes que abandonan su oficio por un instante para congelar su sonrisa a nuestro lado, la gente que nos ha acompañado durante tantos años, todos ellos son la razón de nuestras obras. Gracias Manizales por tanta belleza, por tanto afecto, por esta sensación de ser parientes de todos. Hasta la próxima.
Cristina Toro
EL ÁGUILA DESCALZA
Manizales, mayo 13 de 2012.

viernes, 20 de enero de 2012

Chinatown en New York


Un símbolo emblemático de Nueva York es su barrio chino.  Allí confluyen afanados turistas que buscan la infinidad de ofertas de sus comerciantes de mirada oblicua y escaso vocabulario inglés. Para ellos acaso solo exista la opción de comprar a precio de baratija, las imitaciones de carteras de los grandes diseñadores, los juguetes, los aparatos electrónicos, los llaveros y demás suvenires propios para el visitante ocasional. Pero Chinatown es más que una ciudad dentro de la isla. Es en sí misma una isla autónoma que se codea con el distrito financiero, con el distrito histórico del puerto, con el Soho y la Pequeña Italia, sin inmutarse.

Entre sus calles, estos inmigrantes asiáticos, chinos en su mayoría, han caminado de generación en generación desde finales de siglo XIX, cuando los primeros aventureros llegaron en busca de trabajo, soñando con un regreso que ya no será posible.

Ahora el rostro de las calles alrededor de Canal Street, Baxter, Mott, Bowery; se ha transformado de tal manera, que escasamente la escritura inglesa se hace visible entre la maraña de letreros, de jeroglíficos incomprensibles para el americano, que anuncian los negocios de toda índole del populoso barrio.

Bancos de chinos para chinos, centros de acupuntura, masajes y reflexología; carnicerías, pescaderías, dulcerías, panaderías, fábricas artesanales de dumplings, de noodles; anticuarios,  almacenes de ropa, peluquerías, farmacias herboristas; atienden a una clientela que por sí sola sostiene su propia economía y da empleo a los más de 150.000 habitantes concentrados en esa zona.

La variedad de la oferta surge de una cultura que aprendió de la escasez, logrando transformar los sabores y haciendo uso de partes de alimentos que otras sociedades desechan. Por eso se puede encontrar en una carnicería china, patas de pato deshuesadas, tendones frescos, sangre cocida, y toda clase de opciones gastronómicas para preparar mezclas dulces, saladas, agrias o picantes; valiéndose de las partes externas o internas de un animal o vegetal.

Tantos pescados y mariscos ofrecidos en una carta, asombran. Todo tipo de cangrejos, moluscos, animales de caparazón, camarones de todos los tamaños, almejas, calamares, ostiones alargados en forma de dedos, un verdadero parque de diversiones para el paladar.
Los aromas perfuman la comida, embriagándola de jengibre, ajo, cebolla, anís, menta, y los colores salpican el plato donde el verde y el rojo se resaltan a veces hasta la estridencia.

Hay una estética muy particular de lo chino que se refleja en los mostradores de los restaurantes donde los patos, las gallinas, las patas de cerdo, el tocino; oscilan con el brillo aceitoso de su piel desnuda tras de los vidrios.

Los chinos han endulzado la vida desde siempre, disecando las frutas con especias exóticas que hacen necesario apenas un fragmento para dejar un sabor y un aroma que la memoria conserva en sus archivos. Un dulce de limón al jengibre, una tajada de mango deshidratada, la cáscara de un limón confitada con licor; reviven con la sola mirada, la memoria del gusto y del olfato, la textura de un hallazgo que esta cultura milenaria ha sabido explorar y conservar. 


Pomas, mandarinas, naranjas, cerezas, piñas, duraznos, uvas, manzanas, aceitunas, piel de naranja, de limón, de mandarina, nueces tostadas acarameladas; sirven de base para teñir de sabores nuevos, el panorama de la oferta de dulces que se exhiben en pequeños trozos, dentro de frascos de vidrio que  invitan a sumergirse en ellos.

Todo puede ser disecado y combinado para dar sabor y conservar lo efímero. Por eso, es posible encontrar diminutos emparedados hechos con lonjas de pescado deshidratado, rellenos de ajonjolí; dátiles mentolados, frijoles secos tostados y bañados en Wasabe, (esa preparación de color verde que hace que el rábano recorra con su picante el territorio de la nariz), pepinos de mar, pescado seco con chili, pulpo, camarón.

Todo tiene su estilo, hasta las plantas exhibidas en pequeños materos que encierran siglos de sabiduría en el arte de aprisionar las raíces, como pies de bailarinas que extienden el follaje de sus brazos haciendo de cada centímetro una síntesis del tiempo. Las ramas de los bambúes, por ejemplo; no sólo sirven para complementar la dieta de los vegetales que habitan el plato chino, sino también para dar cuenta de los caprichos que puede tener quien las moldea, para que crezcan haciendo círculos, elipses, rombos, corazones y cuantas formas sueñe el jardinero.

Hasta los almacenes dedicados a la venta de pequeños objetos para turistas, tienen su personalidad y su colorido en objetos tan propios como las máscaras, los abanicos, los móviles de porcelana decorados con metales brillantes, los dijes de piedras, las lámparas de papel, las pantuflas de flores con lentejuelas, los cojines bordados, las bufandas, los chalecos decorados, la ropa infantil diseñada para vestir de chinitos a los chinitos,  los sombreros de mandarín con su trenza acrílica, las bolas chinas, los calendarios en terciopelo rojo con adornos dorados, los paraguas de papiro, las figuras de bronce, de cobre y de hierro; que conviven con los robots de plástico, las postales del Empire State y las camisetas de I LOVE N.Y.

Como en una feria, están a la vista todos los objetos que ocupan, no solo el almacén, sino también las aceras, haciendo que al medio día el tránsito peatonal registre congestiones dignas de cualquier autopista. Al final de la tarde, el barrio empieza a recogerse a sí mismo, vuelven a sus estantes los objetos, se cierran las cortinas de hierro y queda la acera como depósito de las bolsas de basura, de los papeles, de los despojos.

En la noche el barrio adquiere otro ritmo. Solo los restaurantes permanecen abiertos y quedan las señoras chinas departiendo con sus amigas, contando historias para tomar el té; los jubilados en las esquinas, los muchachos que juegan al billar. Unos cuantos rostros permanecen incólumes. Guardan los misterios de sus largas noches como protagonistas de secretas mafias, que nadan en el silencio de su historia; como los peces en las vitrinas de los acuarios, que saben que irremediablemente van a morir.

miércoles, 18 de enero de 2012

Otra Miami

Otra Miami convive con los seguidores del sol, con los bañistas que surfean en el azul de sus playas, con los remeros que navegan en sus regatas por los canales. Hay Miami para todos, cotorras que se encaraman en los brazos de los niños con sus poses perfectas para la foto, ballenas y delfines pavoneándose en las piscinas a cambio de un postre de pececitos, masas de cabezas amarillas a paso lento en el distrito Deco de South Beach, tras el cheff de ocasión y el último diseño de temporada.
Hay Miami para los escénicos atardeceres de Key Biscayne, o las caminadas tranquilas por Coconut Grove, el Miami del Down Town con sus almacenes y restaurantes para todos los gustos, el Miami de los ancianos que asolean sus años en las poltronas de las piscinas, el de los judíos que caminan con su inconfundible atuendo por los caminos de madera que bordean las playas, el Miami de la rumba hasta el amanecer, el de los niños, el de los comerciantes que vienen a mercar ropa en los Outlets para vender en sus países. Miles de caras para una misma ciudad.
Ahí está un Coral Gables para el deleite de la mirada con su amplia muestra arquitectónica del estilo español de la Florida, que además de su riqueza en diseños, ha conservado su concepto de parques y jardines con plantas centenarias que se toman los prados con sus raíces gigantes, todo un elogio a la vida apacible que coexiste con las romerías de gente que va de ronda los viernes por sus galerías de arte, donde el visitante, además de admirar variadas propuestas, es agasajado con una copa de vino.
Esos y otros rincones de Miami, los que hacen famosa a la llamada ciudad de “mármol”, (mar y Mall), como destino turístico por excelencia; son también la morada de una diversa y numerosa población de inmigrantes de todos los orígenes, donde el mundo latino ha tomado tanta importancia que ya no se puede discutir su consagración como la gran capital hispanoparlante de América, lo cual le concede una identidad muy especial.
En Miami es posible caminar por Cuba, Colombia, Venezuela, Argentina, Chile, Nicaragua, Salvador, Honduras, Guatemala, como si se estuviera allí, hablando en su acento, comiendo sus platos regionales, oyendo sus giros idiomáticos y participando de una inmensa Babel donde todos hablan distinto pero todos se entienden.
Nuevas generaciones de inmigrantes han llegado, cambiando el perfil del latino que salió a perseguir el sueño americano como alternativa económica ante una América que no supo pagar su capacidad de realizar trabajos arduos. Ya no solo de mucamas y obreros está compuesto el paisaje de los actuales hispanos que se han tomado la ciudad. Segundas generaciones de estos latinos que cruzaron el charco desafiando controles y peligros, ya son ciudadanos americanos que se han apropiado de sus derechos y se han educado en sus universidades.
También una generación de intelectuales, de profesionales de todas las áreas del conocimiento, artistas, gente con maestrías y doctorados que no encuentran en sus países de origen un modo de vida digno; prefieren jugársela en empleos de medio tiempo o con subsidios del estado para poder dedicarse a sus búsquedas creativas. El clima que le gusta a los cocodrilos, le viene bien a estas nuevas generaciones de artistas que eligieron a Miami como residencia final.





domingo, 15 de enero de 2012

Nueva Órleans



Así aprendía uno a deletrear en inglés la palabra Mississippi, repitiendo rápido: em-ai-es-es-ai-es-es-ai-pi-pi-ai. Así lo deletreé hoy cuando lo recorría a bordo del Creole Queen, sobre sus aguas próximas a llegar al golfo de México. Emaiesesaiesesaipipiei con sus buques deslizándose sobre su vientre amarillo, transportando tanques de líquidos combustibles, contenedores, gente asomada en las barandas de los cruceros, hileras de viajeros que sin conocerse, se despiden para siempre desde sus respectivos barcos, con el gesto universal del adiós a brazo alzado. Aquí está Nueva Órleans con la estela de Katrina, con su huella como un latigazo sobre la tierra, con su historia vuelta soul que habla de la vida anegada bajo los inútiles diques. Suena el piano, el saxofón, la percusión y la voz del negro que canta su historia mientras brillan sus dientes de oro, en algún bar de Bourbon Street.
Degusto este French Quarter que juega todos los días a revivir su carnaval, su martes anterior a la vigilia, su Mardi Gras, alentando pasiones, desenfrenos, gulas, cacerías locas para condimentar con aves los calderos del jolgorio, collares reluciendo en los dientes de las mujeres que danzan hasta el amanecer, tatuajes en la espalda de las tailandesas que se deslizan en los escenarios del  cabaret mientras los clientes arrojan billetes a la tarima o los ponen entre las delgadas tiras de su pantalón diminuto, única prenda que permanece después de su danza sobre los tubos donde giran como un aspa de abanico desprendida desde la altura.
Nueva Órleans retumba en las esquinas con sus bandas de músicos jóvenes adosados al pavimento como una señal de tráfico, percute en el golpeteo del hula hula de las muchachas que ponen en el suelo su recipiente para las propinas, al igual que los viejos que tocan la guitarra, las estatuas vivientes, los saltimbanquis, la fila de psíquicos que leen el tarot o la palma de la mano, los oficiantes del vudú, los fantasmas con licencia para visibilizarse y los grupos de rebuscadores que se exhiben con sus perros como opción para que alguien se deshaga de algunos billetes. Banjos y saxofones, tambores, acordeones, trompetas, todo tipo de instrumentos aparecen a lo largo de este pequeño enclave de 14 manzanas donde se concentra la historia de este pueblo con herencia española, francesa, africana y americana.
Con todo el sabor del puerto, la cocina funde culturas y estilos hasta lograr una identidad creole y cajún, presente en los sabores particulares del sur, con platos como las ostras en variadas versiones, la Remoulade, los Gumbos, la sopa de tortuga, el Étouffée de cangrejo de río o la Jambalaya, una especie de arroz atollado con camarones y chorizo.

Las bandas no cesan, ni la romería de invitados a esta fiesta permanente, que se funden con las comparsas, mientras los barcos zarpan con el estruendo de sus sirenas y el agua sigue pasando por el emaiesesaiesesaipipiai.

martes, 3 de enero de 2012

¡Que nos invadan, por favor!


Comparar es inútil pues nada es igual, ni nadie se parece a nadie. Pero son tantas las cosas comunes en el universo Caribe, aún con sus enormes diferencias; que a veces uno simplemente siente que está al lado del mar, que la ola es la ola, que huele a pescado, a arroz fresco, a  plátano hirviendo entre el aceite, a coco, piña, papaya jugosa, y  que alguien ronda por ahí con ganas de cantar y bailar.
No importa si la erre suena como una ele en unas partes o si en las otras se traguen la s, o si cambia el tipo de ritmo o el instrumento.  La única verdad es que se está en el Caribe y hace sol, y viento y la gente es amable, festiva, alegre, solidaria.
Tenemos en común, entre otras cosas; la invasión europea, la extinción de nuestras razas aborígenes, el mestizaje con tribus africanas, la esclavitud, las sucesivas tiranías que han dejado huellas en todos los ámbitos de la existencia y se han vuelto tatuajes indelebles en el paisaje, en la vida y en las formas de expresión popular.
Particularmente las regiones caribeñas donde prevaleció la dominación española, tienen tantas características comunes, que si se va de una a otra, a veces uno no cree que ha cruzado una frontera. Se puede llegar con los ojos cerrados a una ciudad en cuya historia hay murallas, cañones, arcabuces, espadas, fortificaciones con túneles para proteger la retaguardia, garitas, calabozos, polvorines, héroes, mártires, ávidos traidores detrás del oro, reyes, virreyes, delegados de los mismos, súbditos y otra infinidad de elementos tan afines; que si abres los ojos no sabes si estás en La Habana, en San Juan, en Panamá, en Cartagena, en Santo Domingo, o en otra de las muchas ciudades caribeñas que tanto se parecen.
Cambian los nombres de los héroes y de los mártires, las fechas y las ciudades de las batallas, los vencedores y los vencidos; pero un pueblo entero sigue ahí, alegre como el jibarito borincano en medio de la tragedia y la gente común y corriente se sigue levantando a lo de siempre, a buscar el pescado, el arroz, el plátano, las frutas; entre lluvias y soles, en medio de tempestades, de vendavales y sequías, al calor de un ron.
La misma mujer de Aracataca, arquetipo mítico que inauguró en la leyenda nuestro querido Gabriel;  madruga en las playas de cualquier isla caribeña a prender el fuego, colar el café, hacer las cosas de todos los días, inventar el oficio de vivir, aupar los niños para que lleguen a la escuela, cuando la hay; regar las sobras de la comida en la huerta para que las gallinas engorden mientras ponen huevos y buscarse la manera de meterse entre el clima, el gran rey del que todos somos súbditos.
Pero mientras el pez cae en la red, el arroz crece en las lagunas, los frutos maduran a su ritmo, y la caña se endulza para volverse azúcar o ron; suena la pandereta, hay un tambor, una maraca y un instrumento que se suma al otro para que la cadera se bambolee o para que con motivo o sin él, la gente salga cantando por las calles, repitiendo canciones antiguas, haciendo su pachanga.
Eso ha permanecido con los siglos. Nuevos reyes llegan en cada época a apropiarse del oro y a imponer las nuevas mitas en sus sempiternos Resguardos, pero nadie ha podido quitar ni el baile ni lo bailado, ni el canto ni lo cantado y ahí es donde las naciones borran definitivamente sus fronteras.
La bachata suena en Puerto Rico, la salsa en Panamá, en Cartagena y en Canadá. La música, gran poder del universo, puede sin armas; tomarse la radio, la televisión, el cine, los medios de comunicación. Aquello que está en el sentimiento más profundo de la gente es lo que se conserva.  Ese recuerdo íntimo, al igual que la comida nativa, se convierte en un lugar al que siempre se quiere volver.
Esas expresiones propias son las verdaderas conquistas de los mundos conquistados. Las que los van a salvar del uniforme, que como camisa de fuerza, está haciendo desaparecer los sabores, los sonidos y las ideas particulares. Es mejor que nadie haga preguntas, que todo el mundo coma lo mismo, oiga lo mismo, piense lo mismo; es decir, no piense. Así es más cómodo aceptar que la vida de alguien consiste en seguir la cadencia endemoniada de una máquina, existir para prenderla y apagarla.
Se han tomado el ritmo, ese instinto vital que parte de la percusión cardíaca; para volverlo el eco del sonido industrial que se apoderó del gusto de la reciente generación que creció arrullada por los juegos electrónicos; los hijos de la fábrica, diseñados para el ensamblaje y el trabajo repetitivo.
Esos mundos monótonos entronizados en un género llamado “musical”, están amordazando las palabras que antes expresaban sentimientos y reflejaban un saber, una manifestación poética, una elaboración instrumental, un concepto artístico.
El actual planeta, habitado por jóvenes que en su infancia se entrenaron para derribar fichitas, para hacer disparos virtuales, se ha alineado, (¿alienado?), en ejércitos egocéntricos donde el saludo estorba y la palabra también; donde la gente se zambulle en sus audífonos para desaparecer de la vida real y no se encuentra en la calle sino en la red. Alimentados con la música del robot, del sonido del Nintendo y sus sucesores, encuentran en el reguetón su canción de cuna y ahí se mecen, aniquilados como una ficha más.
Esa es la globalización que acabó con la modista y la volvió JCpenney, Marshall, Macy’s, y las grandes cadenas americanas que paradójicamente ahora le compran todo a los chinos; acabó con los cocineros y los volvió Mc Donald’s, Wendy, y una infinita sucesión de marcas, incluidas las marcas “Sin marca”; acabó con la música y la volvió reguetón, ton, ton, tonto ton ton.
Por eso no queda más que alabar los oasis en un desierto que cada vez más nos rodea, los nuevos colones como Willie, el colonizador de la salsa, o Héctor Lavoe, hijos de la diáspora latina que hicieron la nueva mezcla cultural en el Niuyorican incandescete de una época que va triste y vacía como la mujer de la memorable canción, la perpetua traicionada.
Ojalá que llueva café en el campo y que el jibarito logre su carga vender. Ojalá que los saberes antiguos se perpetúen para que no seamos ciudadanos en serie, clasificados por talla de vestido y número de calzado; sin nombre, sin apellido, sin abuela que hiciera el plato tradicional para el día del encuentro en familia.
Es hora de conocernos más y por otras cosas. Nos estamos aplastando en medio de esa hamburguesa, de ese sánduche donde todo cabe. Y no es que los platos como tales no sean buenos y válidos, sino la manera como otras delicias en aras de la uniformidad, desaparecen. No me explico cómo el mundo ha podido vivir sin yautía, una planta rica en almidones cuyos colores varían del rosa al púrpura, según la calidad de la tierra donde se siembre y cuyo sabor único, me dejó con la tristeza de haber carecido de él durante tantos años, cuando perfectamente podría sembrarse en mi país.
Las sutilezas del plátano, nuestra verdadera bandera caribeña, investigadas en cada región con exquisitez; tendrían que difundirse para que todos los demás países que lo cultivan, pudieran gozarlo como en Santo Domingo y Puerto Rico en forma de mofongo, o en Colombia como patacón, o en Cuba como tostón, o en cada lugar con todas sus variaciones, con todas sus mezclas, con quesos, con dulces, con carnes, en fin. Toda una veta inagotable está por excavarse y sus tesoros merecen llegar al mundo entero.
Mi abuela Pastora, sabia como los sabios de la antigüedad lo han sido; recalcaba con indignación las miserias humanas que provienen de la ignorancia o del descuido, cuando decía que con los mismos ingredientes se puede hacer un banquete o una porquería. Unos fríjoles crudos o quemados, simples o salados, distan de la delicia por la sutileza de un descuido. Por ignorancia un habitante en zona de riesgo no desaloja, por descuido un gobierno lo deja morir.
Esos son los nuevos caminos de la conquista: La autodeterminación, el sabor local, la música, el arte, la danza, la expresión de cada cultura y su opción de difundirse no como imposición sino como sugerencia. ¡Qué gran banquete nos espera!
Siendo así las cosas, ¡Que nos colonicen, por favor, que nos dominemos los unos a los otros, para que los ritmos vecinos nos inunden, para que nos asalten la bomba y la plena y la cumbia y el buen vallenato, (este tema es aparte, porque, a su nombre se han cometido barbaridades), para que nos bañen en salsa, y nos dejen saber de las buenas alegrías que cada pueblo en la intimidad de su noche, de su ocio, de su bohemia; ha producido para la única felicidad posible que imploramos: la variedad, la diversidad, la diferencia; en medio de este planeta monótono donde el sol no ha podido cambiar la costumbre de aparecer todos los días, aunque a veces no se vea.


domingo, 1 de enero de 2012

Ay, los hoteles


Ser huésped de un hotel es sinónimo de tragedia. No hay excepciones. En todos se sufre. Mientras mejores sean, peor. Mientras más malos, también. No hay hotel bueno, por bueno que sea. Empecemos: Si el hotel es muy bueno, va a llegar mucha gente, simultáneamente; proveniente del mismo o de varios aviones. Es decir: Hay fila para chequearse. Si quiere estar a la vanguardia, debe estar en remodelación, o sea, alguien martillará desde muy temprano, o manipulará una máquina que limpia el techo por donde respiran las máquinas del aire acondicionado para poderlo pintar, o podará el césped. Esto para hablar de algunos ruidos del exterior. Al interior de las habitaciones, siempre el huésped será víctima de varias rutinas que aunque trate de detenerlas con el letrero de “No molestar”, serán visibles, pues los mismos empleados suelen hacer la trampa para que parezca que el letrero se cayó o alguien lo volteó para el lado que dice “Favor arreglar la habitación” y así podrás disfrutar del ejemplar servicio 5 estrellas que golpea la puerta diciendo: Buenos días… ¿Tiene ropa para lavandería?, ó, buenos días… ¿Ha consumido algo del minibar?, ó, buenos días: ¿Desea que le arregle la habitación?, ó, buenos días, el hotel le envía estas galletas o estas frutas, o estas flores de cortesía, ó… Por otra parte, la calefacción suele estar en reparación, el agua tibia, las cobijas y las sábanas metidas debajo del colchón para que uno quede sepultado como una momia, a menos que tenga la fuerza de un titán para sacarlas después de desgarrar las uñas. Las duchas tienen unas originales maneras de abrirse, tales que, o te matas desapretándolas, o te quemas, o te hielas, o te cae un chorro que te saca los ojos de las órbitas, o te salen unas gotas como para alimentar un pájaro, cuando necesitas enjuagarte el champú. Las almohadas son o muy grandes o muy pequeñas, las cobijas muy livianas o muy pesadas. Si hace frío te congelas, si hace calor te asas. El aire acondicionado, aunque supuestamente se pueda regular, ejerce su tiranía, hace lo que le da la gana, está en contra tuya. Siempre alguien pasará aspirando los pasillos, los huéspedes que madrugan, o los que llegan tarde, pasan hablando a todo volumen, sin pensar que todo se oye, los niños ni se diga, las camareras se gritan de un corredor al otro: “¡no tengo un solo jabón!”, o cuentan sus cuitas personales con un desparpajo infinito; las supervisoras pasan taconeando, no hay salvación  Si tu avión llega a las 7 de la mañana te dirán: El Check in es a las 3 de la tarde. Si te vas a las 5 de la tarde te dirán: El Check out es a las 12 de la mañana.  Por eso se ven legiones de derrotados huéspedes insolados, durmiendo por horas sobre sus maletas en el hall del hotel, en pleno final de viaje de placer.  Nunca te informan que la tarifa presupuestada incluye un impuesto local, otro regional, otro nacional, otro internacional y otro abismal que debes pagar sin derecho a preguntas. El uso de internet no está incluido y no puedes suspender el pago del tiempo que no uses. Te asignan la pieza que tiene una puerta que se podría abrir para integrarla con otra, y siempre en la otra habrá una familia de 3 muchachitos que saltan en los colchones mientras 3 tías se ríen de antiguas anécdotas. Te pasas de habitación y te toca la sonata de una noche de bodas. Siempre oirás el televisor del vecino, tu nevera no funciona, la lámpara del escritorio tampoco, la conexión de internet necesita una instrucción telefónica dictada por un especialista que tarda media hora para adaptarla a los requerimientos locales. Por la noche, cuando al fin apagas todas las lámparas y cierras el black out, el detector de humo, como un faro alumbrará intermitentemente durante toda la noche. Vale más lavar la ropa que volverla a comprar. Los más mínimos movimientos de los botones y los meseros, deben pagarse a una tarifa por segundo, muy superior a la de un ejecutivo de alto rendimiento.  En fin. Uno que otro detallito. ¡Si esto es con cinco estrellas…!

Más vale prevenir

Más vale prevenir
No sé por qué los viajes, por cortos que sean, siempre me dan una sensación de hambre ficticia pero urgente, un miedo de quedarme en la mitad del camino sin provisiones. Tal vez son memorias de antiguos naufragios, derrumbes en carretera, trenes de la infancia cuya comida para el trayecto se vinagró y dejaron a todo el mundo a disposición de las galletas que las mamás precavidas empacaron para los hijos, o paseos a alguna isla donde ni la pesca prodigiosa ni la agricultura fértil, resultaron reales en medio de un invierno atroz; en fin, cualquiera sea el origen de la aprehensión, siempre que salgo de viaje, no importa la brevedad del trayecto, empaco un “bastimento”, como decía mi abuela, pensando que se trata de mi última manera de sobrevivir.  
Esta manía podría justificarse para un recorrido por tierra o por agua, donde puede haber una avería, algo que detenga el vehículo y amerite un fiambre. Pero en el aire, si el avión no ha llegado en las dos horas programadas para el vuelo, es porque se cayó, y en ese caso de nada sirven las provisiones. Sin embargo, suelo comportarme como pasajero en tierra cuando me subo a un avión. Por eso llevo agua, una manzana, algún fruto seco: maní, almendras, etc., cuando no, una provisión de Sushi, como la que casi me hace perder el avión rumbo a Panamá con el cual dí inicio a este viaje, pues cuando ya había embarcado todo el mundo yo aún esperaba en el restaurante contiguo mi cajita para suplir las ignominiosas viandas de las que los pasajeros somos víctimas en los actuales viajes internacionales.
Salgo de Santo Domingo, rumbo al Borinquen que las canciones me hicieron soñar. Israel se sienta a mi lado. Yo ya había ocupado su puesto pensando que nadie más llegaría al avión. Me miró con cara de “ese es mi puesto” y yo le dije: “Qué pena, este es tu puesto” y él me dijo: “¿Te quieres quedal en la ventanilla?” y yo lo miré con cara de que sí y él me hizo un gesto de desprendimiento absoluto, que venía desde su profunda sapiencia de que la ventanilla no tenía sentido para él. Después de no haber dormido la noche anterior no estaba interesado en mirar ninguna nube distinta a la que cubriera su trasnocho y me dijo: “quédate ahí”. Se sentó con su cara recién afeitada, con su buen olor a algo fino que lograba camuflar el tufo de la larga fiesta, se acomodó en la silla y se cubrió con su chaqueta delgada que solo servía para tapar su pantalón recién abierto, que al fin descansaba del apretuje de una noche de rumba. -¿Buena la fiesta? le dije. -¡Qué fiesta! me dijo. De una manera cómplice me miró con su cara de trasnocho como queriendo seguir en la parranda y me preguntó la información básica: Nombre, nacionalidad, motivo del viaje, acompañantes… Ahí la cosa cambia porque cuando una mujer viaja sola, hay varias percepciones alrededor y todo tipo de hipótesis. Si es colombiana, la pregunta interior es: ¿narcotraficante?... No… no parece. ¿Prostituta? Tampoco. ¿Entonces? Cualquier cosa es extraña. Negociante con esas mechas de hippie, no cala. Solterona, tal vez… Viuda, separada, monja, lesbiana; algo que explique qué hace por ahí sin un marido, sin unos hijos, sin una familia, sin un jefe, sin una misión diplomática, aunque sea un delito próximo a cometer pero una explicación que aquiete la preocupación que produce una mujer sola viajando por el mundo sin fecha de regreso. Por un momento quise haber estado en su fiesta para recostarme a su lado. Tenía en su cuerpo esa disposición al apretuje, al abrazo, al disfrute; ese aroma de fiesta que cuando es buena no duele, no deja resaca, solo ganas de seguir. Antes del despegue hizo una primera llamada: “Ya estoy en el avión, te llamo cuando llegue, ajá, ajá, ajá, no seas mala, ja, ja, ja; nos vemos luego… ah, ah, ah. Después, la segunda llamada: “Ya estoy en el avión. ¿Qué esperabas?  Siiiiiiii. ¡Ya te dije! ¿Cuál azafata? Son azafatos. ¿Recogiste a Surley? Bueno. Entonces pasa por mi”. Después me dijo con el gesto cómplice de quien sabe que se va a dormir: Cuando pase el azafato, me pides agua y galletas. Así fue. Él se quedó durmiendo y yo mirando desde arriba de las nubes hacia las islas que Colón cruzara siglos atrás, esperando el agua para el nene que dormía con la placidez de la fiesta mientras el vodka aún se evaporaba de su aliento, alcanzando a embriagarme en ese mediodía del 29 de diciembre. Pasaron las nubes, pasaron las islas, pasó el azafato y no llevaba agua, ni galletas. Solo jugo de naranja en lata y un paquete de maíz explotado que nadie probó. Le ofrecí el agua y la manzana que había comprado en el aeropuerto. ¡Mis provisiones! En fin. No importaba. Ya faltaba media hora para el aterrizaje y además por el altavoz aclararon que por leyes internas, el gobierno de los Estados Unidos no permitía el ingreso de alimentos de otros países. Esto significaba que ni la manzana, ni las nueces, ni las almendras, ni el agua que compré a precio de sala de espera internacional podrían ingresar en breves minutos. Solo se tomó el agua. Nunca supe adónde terminó su fiesta.